Monday, September 10

El frio se nos atora en el cuerpo

Es inexplicable como el frio nos atora las lenguas dentro de la boca, y los besos se desabrigan bajo las sábanas; allí en el vacío, porque nuestros cuerpos aún no están tan cálidos para derretirnos las manos por entre las ropas y poder tocarnos, y limitar la noche a un par de a-brazos antes de investigar el neón ciego sobre tus ojos.

Me dices que deje de temblar, que no me mueva para que puedas respirar, para que te calmes. Respiras: una, dos, tres y más veces mirando directamente el deseo de hilar las ideas que soñarás; ese cuento de no-terminar que me escondes al amanecer, porque sé que te deseas nevado frente a la erección de otro, y me dices que no te hable para que te salives sobre el brazo y no sobre mi olor.

Yo te repito insistentemente que no es culpa de mis dedos, ni del fuego que contengo, ni de tus palabritas cursi sacadas de algún libro, sino del frio que se me mete en la boca y me deja estupefacto al levantar mis párpados por encontrarte ausente sobre el aire; es el frío el que me ahoga cuando te respiro humo ante la realidad única de mi amor marchito.

¡Corchetéate la boca! – me insistes con tu dolor a imaginar, a aparecer sobre mis labios nuevamente, y yo en desespero golpeo tu mejilla roja por el sudor. Se te ciega el frio en las manos, e intervienes con tus siniestras palabras. Te levantas, me destapas sobre la húmeda atmósfera; te despojas de mi aroma y me miras por última vez; me deseas y quieres volver a apretar mi pecho contra el tuyo y buscar nuevamente lo que nunca encontraste al dormir junto a mí; me deseas y quieres volver a morder mis palabras que no escucharás jamás, y me miras por última vez la carne sobre el pequeño espacio en la realidad.

¡Vete! – te repito mil veces, cansando mi lengua y deseando que te quedes. Te lo repito para que entiendas que no lo creo, que no te creo, que no tengo miedo a la huída, al desierto de mi alma sobre mis manos; para que te mantengas sobre tus pies, inmóvil en mi cuarto y en mi sequedad de la noche, sin embargo tu no deseas posar más para lucir tu belleza en mi fealdad. Me miras y me lloras.

Para cuando ya has dejado de mirarme, el crujido de la puerta deja de sonar sobre mis piernas y mis rodillas, y mis lágrimas se cruzan para verlas en soledad, apoyadas en las sábanas que alguna vez tocaron tu voz; las mismas que alguna vez nos abrazaron juntos, sudando de miedo por desfallecer el deseo, acabando-nos en el día, en la noche y en los cuerpos.

Sólo, allí sobre la invisibilidad absoluta, en la noche nevada, el frío es más frío sin tu sangre, ni tu mirada cruzando mi piel. Allí sobre la imaginación, mi cuerpo se quiebra al escuchar por última vez el latir de un corazón, que se nubla al caer rendido ante la pelea incesante por intentar encender un deseo; un amor.

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