Me gusta recostarme en mi cama en silencio; mirando el techo blanco que se mancha en mis ojos; a veces si, y a veces no.
Quieto, observando los golpes en el cielo, tocando mis golpes en el cuerpo, y cegándome lentamente.
Me gusta mirarme desde el techo; tranquilo, austero, hombre-feto y casi desdoblado, apunto de sangrar el corazón recordando mis heridas. Y me veo, y te veo, todo rasgado por ver el tiempo pasar; todo destrozado por no abrazar-te los momentos.
Me gusta descubrirme fuerte entre aquellos persistentes e iluminados gemidos, sin embargo sólo me encuentro débil entre tanta miseria, frágil ante el deseo solitario de clavarme entre las sábanas.
Y aunque estás allí, sigo ciego al encontrarme abatido en mi cama, cansado de hallarme introducido en mis pensamientos, exhausto de tantas imágenes que entran en mi cabeza y reposan en letargo continuo.
Aunque estás allí, continúo delirando bajo la plaga de incoherencias.
Despierto del sopor que me mantenía alucinando.
Estas a mi lado, intentando secar mis lágrimas, besando mi mejilla y abrazando-me. Abrazándonos.